Todo le daba pereza. La perspectiva de viajar, se le hacía insoportable. No, no es sólo tomar el avión. Se trata de tomar un taxi, un bus, y luego un avión; especificaba, y encima cargando maletas, de madrugada, muerto de sueño. Le daba vueltas a estas ideas, y se adormecía abatido, bloqueado por un tapón glaciar que se sentía como halls mora, cada vez que tenía que despedirse, para no sentir.
Su relación con los vuelos, los viajes, se le había estropeado en algún punto de las muchas líneas curvadas, cruzadas, delgadas y luego extrañas, que conformaban el entramado de las huellas de sus pies. Es cierto. También le dolían los pies. A pesar de que estaba fresquito, bañado y cambiado como nene listo que se iba de cumpleaños. No, no, la cabeza no dolía. En esos momentos, sólo hacía de macetero para su cabello, despeinado de la manera habitual: nada estética. Ni los brazos, ni la barriguita, ni las piernas. Nada de esto le dolía, sólo los pies. Como si se negaran a viajar, pensó con ilusión, tratando de justificar su estúpido pesimismo.
-Oe, gil; despierta.
Eran diez para las 2 am, tenía que bajar a tomar el taxi, luego el bus y después el avión. Cerró los ojos y se imaginó que aquello pasaría pronto, ya estaría allá, unas cuantas horas y listo, ya, ni lo notaría. Llegaría a casa de su tía, en el campo, en algún lugar despejado, una casa como de la familia Ingalls o algo así, y atrás un bosque, con árboles de higo y cosas silvestres. Luego las ardillitas revolotearían entre las flores, vendría Bambi adornado con guirnaldas, y todos los pajaritos de Disney. Y quién sabe, tal vez luego de echarlos del bosque, tendría un poco de soledad para sí y tomaría fotos para sus amigos. Después de todo, esperaba disfrutar del lugar. El viaje era lo único que detestaba.