30 mar 2008

Las de Sálem II

Metieron sus maletotas, las de Sálem; y tras ellas, por supuesto, a un perro horroroso que se orinó en la entrada.

-Ay, mi chikistrikis; seguro que se emocionó por la casa nueva-dijo la vieja pelleja que en realidad no era tan vieja, pero daba la impresión. Y además dijo "casa nueva" a lo que el chico contestó con unas cejotas muy muy fruncidas.
-Pero qué niño tan lindo-y ya la vemos ahí jalándole el cachete con una pizca de odio. Porque la vieja pelleja odió al niño desde el primer segundo, ni bien lo vio, con tanta anticipación que casi y lo odió antes de verlo. Eso sí, siempre fingiendo que era el niño más mono del mundo, adorándolo, bien hipócrita; en parte para caerle bien a la señora de la casa y en parte porque le encantaba ese tipo de odios, que no se pronuncian abiertamente y se manejan mejor y más rico escondidos tras montañas de hipocresía. A diferencia del nene parecido a habichuela, que llamaremos Habichuelita, y que siempre le jugó honestamente, abiertísimo con lo que sentía.

-Mamá, la detesto.
Y cosas así le decía a su mamá, semanas más tarde cuando ya la señora le había caído pésimo, a pesar de la buena disposición que pudo el niño tener al principio y de todo el esmero con que le aplicaba "sonrisita no cuesta nada". Se quejaba, pero sin darle razones concretas a su madre, puesto que no quería su intervención. La derrotaría él solito, se decía; por lo menos a la señora porque a la menor no la detestaba. Es que las de Sálem, como suele ocurrir, eran hermanas. La vieja pelleja sólo era la mayor, y había llegado con su hermana pequeña. Linda pero con una cara de viva, la morena, veintitantos y en su esplendor, bella. Algo así como sería su hermana, pero con toneladas de años menos y el rostro bien planchadito.
-Cómo se nota que no la quieres, hijito-decía la madre, y luego bajaban las de Sálem a desayunar. La madre apuraba su tacita de leche con cocoa, luego le daba un besito en la frente a su hijo y se marchaba bien rápido al trabajo. El niño ponía una cara de como si le hubieran abandonado de verdad, mientras que las de Sálem, ni bien la madre cruzaba la puerta, ya se consideraban dueñas de la casota, tan bonita y colonial. Se sentaron con él a la mesa, acomodándose como si fueran eternas y hablando de sus cosas, ignorándolo por completo y él sin decir nada, porque en verdad lo agradecía. Por esas semanas el niño no perdía aún las esperanzas de una convivencia pacífica, a pesar de todos los indicios.

-Un poquito más de leche?, te hago otro pan con mermelada?-Le encantaba el jueguito de la hipocresía a la vieja pelleja, siempre le insistía, a pesar de que con su agudísimo oído una vez se enteró de que al niño le caía muy mal al estómago comer demasiado durante el desayuno.
-...
-Ay, qué niño tan mudo, pero encantador. Seguro que nos lava los platos porque ahora que veo el reloj estamos muy pero que muy tarde, mira: la agujita gorda en el número nueve y la más flaquita en el diez-le encantaba además hablarle como si fuera retardadito.
A pesar de todo Habichuelita no se negó a lavarles los platos. En su inocente corazón se desperdiciaba el último intento por hacer las pases y caerles bien.
-No se preocupe, doña. También llego tarde al colegio, pero se los lavo-y miró a la morena guapa, pero ésta no le dio ni las gracias, en cambio la otra sí, nomás por seguir con lo de la hipocresía.
-Sencillamente encantador-dijo.