Maletas, maletitas maletotas. El taxi se fue echando tierra con su tía dentro. Chau, chau con la mano, tía, chau con la mano porque la carcocha hace bulla y no se oyen los adioses con la boca. Martinsito, chau, me oyes?, chau hijito, ya saludaré a tu mamita, le doy tu carta, sí, sí...me oyes?...carcocha de miércoles.
Esa despedida fue una marca más a la tabla llena de tajos que tenía en el espectro de recuerdos dolorosos. Martinsito asociaba toditas las despedidas que había pasado en sus diez años de vida de mocoso mimado, buena gente y peleón, sólo que entonces no tanto, sino más bien el niño sólo se limitaba a ser una máquina de flashbacks viviente. Todo el mundo se le iba para el extranjero al desgraciado; y no podía hacer nada para evitarlo, se sentía impotente sin darse cuenta, se ponía triste sin saberlo, y hasta lloraba en sueños cuando soñaba que el perro también se le iba con su maleta y en taxi. Entonces se levantaba asustado y como le daba más miedo atravesar la casa hasta la habitación de su abuela, mejor se ponía a contar ovejas. Una ovejita salta la valla, dos ovejitas saltan la valla, tres ovejitas saltan la vaya. Coño, entonces se ponía a pensar en las ovejitas que quedaban atrás y todavía no saltaban la vaya y se ponían tristes porque sus amigas se iban pa' el extranjero, del otro lado de la vaya donde hay pastos más ricos. Entonces detenía todo el proceso de migración ovejil, se ponía a pensar un buen rato y al cabo decidía hacer saltar a todas las ovejas al mismo tiempo. Cien ovejas saltan la vaya, menos una. Eso era ley. Siempre una se debía quedar para extrañar al resto, sino cómo. Y se quedaba dormido.
Cuando sus primos se fueron a España, primero no se fueron en realidad. Porque viajaron hasta Lima y se regresaron por un embrollo con los pasajes y la aerolínea. Estuvieron una semana en la ciudad y entonces ya se fueron de verdad. El abuelo lloró, una tía lloró, la prima lloró, todos menos él que andaba comprando chicles y esperando siempre hasta el último momento para entregar su carta. Se la llevas a mi mamá. Los primos subieron al bus y no les tocó ventana, pero igual fregaron al de al lado para acercarse a decir chau, con la mano. Chau, chau, con la mano y él se acordó de su prima, tampoco le había tocado ventana la vez que se fue. Jeje, con ella sí fue más difícil entregar su cartita, porque no se despegaba del novio todo el tiempo que estuvieron en la agencia. El muchacho ya perdía la paciencia y decidió materializarse en medio del último beso número mil que se daban. Hola. Los tórtolos como que se atragantaron con la impresión, el novio se retiró tosiendo, y ella le arranchó la carta, ya, ya, yo se la doy, vete, vete. Y se la guardó como pudo en el bolsillo del jean, en el bolsillo del jean!. Cuánta desconsideración junta, su abuelita no hizo eso. Cuando ella se fue, le cogió la carta con mucho cuidado, y la introdujo en su bolso. Ya, papito; se va a poner contenta tu mami. Y fuuiuuu se le deslizó la lágrima por el rostro llenito de surcos. Ahí sí lloró, Martincito. La abuela se fue y por primera vez se sintió huérfano. En la casa inmensa ya solo quedaban su tía, sus dos primos mayores y su abuelo quijotesco que rejuraba a todo el mundo que la abuela se llevó a su amante escondido en una maleta.
Y hablando de maletas, aquella tarde de las maletas, maletitas maletotas, fue de las más tristes para Martincito. Chau, tía, chau con la mano, carcocha de ñuña. Al día siguiente se llevaron al abuelo con Rocinante y todo pa'l asilo. Aparecieron unos primos con sus esposas y se repartieron la casa en mitades. La familia creció con Martinsito en medio y con el paso de los años siguieron exportando gente, como era tradición, menos a él porque alguien tenía que quedarse pa' extrañar, sino cómo.